lunes, 30 de mayo de 2011

Dinero

Llevo algún tiempo dándole vueltas a una idea que no me abandona la cabeza. Es sobre el dinero, sobre su razón de ser y sobre el papel preponderante, casi monopolístico, que ha alcanzado en nuestra vida.

Alguno tendrá ahora la tentación de llamarme comunista, anarquista, antisistema o cualquier otro calificativo político de similares características. Para contentarme y contentarse, bastará con que me diga "rojo". Así ninguno se equivoca.

Aviso, es un ladrillo de consecuencias imprevisibles. Allá voy:

Podemos definir el dinero como un instrumento que permite valorar la riqueza generada por cada persona o empresa. Esa riqueza generada permite, a su vez, acceder a bienes o servicios tasados con un precio; por precio podemos entender la contraprestación que exige el proveedor por el esfuerzo realizado, la riqueza invertida y el valor que generará al comprador.

Partiendo de esa premisa, podríamos ser benévolos y entender que el dinero es, por tanto, un instrumento objetivo y, por tanto, útil.

Comparemos el dinero con unas herramientas cualesquiera de carpintería. Cuando cualquiera de nosotros busca en la caja de herramientas de nuestra casa, se dará cuenta de que tenemos las más elementales. Aunque existan cientos de herramientas a nuestra disposición en la ferretería, nos bastaremos con una decena de ellas; por practicidad, por necesidad y por optimalidad. En otro caso, no nos bastaría con una caja de herramientas, sino que necesitaríamos un almacén; nos veríamos obligados a conocer el funcionamiento de todas y cada una de ellas; y, lo que es peor, ya que tenemos tantas herramientas, acabaríamos por intentar hacer cualquier cosa con ellas.

Eso es exactamente lo que ha ocurrido con el dinero. De ser un instrumento de valoración de riqueza ha pasado a ser un instrumento de valoración de nuestra vida. Y lo que es peor, un instrumento con lo que se valora hasta lo invalorable. Y con el agravante de que la prioridad que a todos se nos ha interiorizado es la necesidad de acumular la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo posible.

Se ha considerado, por tanto, que lo moralmente aceptable es incrementar nuestra riqueza, incluso quebrando escalas tradicionales de la moralidad, ya que ello nos facilitará la obtención de más bienes y servicios. Es cierto. Tendremos esa facilidad.

Pero entonces ya estamos rompiendo con la consecuencia del propio dinero. Dado que es un instrumento impuesto en todos los ámbitos de la vida, su uso se desvirtúa y deja de ser objetivo. Deja de ser objetivo porque se abusa de su propia definición. Y dado que modifica nuestra escala de valores, primando la generación de riqueza por encima de otros elementos (algunos relacionados con la propia supervivencia), también desaparece su objetividad. Y como deja de ser objetivo, deja de ser útil. Y es cierto: al obsesionarnos con el dinero nos olvidamos de muchas otras cosas no sólo deseables, sino necesarias. El dinero deja de ser una utilidad para pasar a ser un estorbo. Un estorbo que no nos podemos quitar de encima.

No hay que discurrir mucho para darse cuenta de simplezas tales como la valoración de las consecuencias de una catástrofe a través de cifras económicas: siempre se mide en términos dinerarios. Las muertes sobrecogen los primeros días, pero a partir de ahí sólo se atiende a la riqueza que se pierde, o peor aún, que se deja de generar.

No hace falta ser un intelectual para observar las enormes críticas que la guerra genera a nivel económico. Se compara el presupuesto militar con los correspondientes a otras partidas. ¿Y dónde está el mero hecho moral de favorecer el asesinato de otras personas y la siembra del terror en territorio ajeno, muchas veces para satisfacer económicamente a un grupo reducido de beneficiarios?

No es necesario razonar mucho, siquiera, para indignarse ante los gestores públicos que preconizan recortes de servicios sociales y de procedimientos de la Administración alegando que hay que ajustar el presupuesto, supeditando la propia razón de ser de la Administración a un instrumento que siempre debió ser complementario, y no imponente. El dinero jamás debería servir de restricción a la aspiración del Estado de armonizar la vida de sus ciudadanos. Pero, por desgracia, ocurre. Y cada vez más.

Se ha perdido la perspectiva. La riqueza es hoy el único objetivo de la sociedad, y todos los demás movimientos van orientados a servir dicho objetivo.

El problema, sin embargo, no radica simplemente en que la acumulación de riqueza sea el fin último de cada uno de nosotros. Ese simple hecho ya es dramático. Pero más dramático y luctuoso resulta el hecho de que la acumulación de riqueza ni siquiera sea algo democrático y que, por tanto, nos corresponda a todos.

Esa discriminación la defienden nuestros representantes políticos. Y la defienden no con palabras, pero sí con gestos y con hechos, usurpándonos derechos sociales, laborales y económicos que habíamos adquirido para garantizar que los mayores creadores de riqueza mantengan o incrementen el ritmo de crecimiento. Luego nuestros representantes no se plantean el que dicho incremento repercuta nuevamente en la sociedad. Eso es demasiado osado.

Las multinacionales, en especial del sector bancario y derivados, han forzado a los gobiernos de Europa a lo que alguien, en una fantástica definición, acuñó como “socializar las pérdidas y privatizar las ganancias”. En efecto, aquellos grandes déficits, aun cuando no suponían riesgos graves para las empresas que lo padecían, han sido trasladados al erario público, que sufragamos todos, a través de ayudas, subvenciones y préstamos a bajo interés. Cuando estas empresas han recuperado el aliento, ninguna administración les ha exigido nada en contraprestación.

Un ejemplo es el rescate al sector bancario, vergonzoso en el fondo y moralmente delictivo en las formas, asegurando una capitalización de las entidades a la par que éstas impedían el acceso al crédito. La consecuencia fue un empobrecimiento general de la población y de las pequeñas empresas, una ola destructora de empleo y un incremento de los embargos a familias hipotecadas. Quizá este último elemento fuera el decisivo. Pero no daré pistas. Dejaré que cada uno, como yo, se monte su propia película.

Otro ejemplo es el de Telefónica. Privatizada de forma canallesca a finales del siglo pasado, anunció el despido de seis mil trabajadores a la par que celebraba el beneficio más alto jamás conseguido por una empresa española: diez mil millones de euros. Posteriores negociaciones con los sindicatos dieron excelentes resultados: los despidos pasaron de seis mil a ocho mil seiscientos. Y una parte de esos despidos serán sufragados por el erario público; o sea, por nosotros.

Todo esto demuestra la manipulación gravísima a la que ha sido sometido el dinero en su definición más básica. No es un instrumento para indicar la riqueza acumulada, sino que es un instrumento para detentar el poder que se tiene de cara a las instituciones políticas; es algo así como una demostración de fuerza de un ejército sublevado frente a la legalidad vigente, pero disimuladamente y entre bambalinas. Y lo que es peor: asumido con resignación.

Una vez dije que el dinero me daba asco. Luego de notar caras algo contrariadas en mis interlocutores, maticé: no es que lo rehuya; sería idiota si lo hiciera. Lo que ocurre es que no tengo hambre de acumular dinero por gusto. No lo necesito; ni siquiera le veo el beneficio real. Soy consciente de que a más dinero, más libertad –y eso es lo terrorífico–, pero he aprendido dos cosas fundamentales que me permiten, efectivamente, afirmar que el dinero “me da asco”: que se puede ser feliz y alcanzar miles de metas sin gastar más dinero que el necesario para subsistir, y que rechazar el dinero como forma de describirnos a nosotros mismos reduce nuestra propia corrupción y nos higieniza mentalmente.

Si todos pensáramos así, otro gallo nos cantaría.